domingo, noviembre 08, 2009

En el camino

A medida que iba avanzando, el campo parecía hacerse más y más grande. Todo a su alrededor no era más que pastos de hierba amarillenta y reseca que recubrían una extensa planicie adornada con ligeras dunas. Éstas armonizaban y daban silueta a tan desértico terreno.

Se preguntó cuanta distancia le quedaba aún por recorrer para llegar a donde debía. Desesperanzadoramente, supuso que aún no se había acercado, ni de lejos, a la mitad del trayecto. Para más inri el Sol parecía estar bostezando, y derramaba sombras sobre el campo. Las sombras cada vez eran más largas, y el camino se le antojaba eterno.

Comenzaba a sentirse cansada y con los pies destrozados de caminar por un terreno plagado de pequeñas piedrecillas que castigaban sus plantas al pisar. Aparte, los matojos secos del campo le iban rozando en la parte de los tobillos, donde la malla elástica que vestía no alcanzaba a cubrir la carne. De leve molestia, el roce paso a ser un verdadero problema, pues ya vislumbraban pequeñas gotitas rojas asomando de los múltiples arañazos. Poco a poco ese malestar de las plantas y los tobillos le fue aumentando y subiendo hacia las rodillas, volviendo sus pasos cada vez más enclenques y desgarbados.

Notaba también como la garganta se le secaba y le pedía agua. Se había descuidado de coger una botella de mano para el camino. Nunca hubiera imaginado que fuera un trayecto tan largo, así que obvió cargar con el líquido vital. Eso sí, lo último que hizo antes de emprender el camino fue rendirle cuentas a la garrafa, llenando hasta cuatro vasos, y bebiéndolos uno tras otro. Ahora daría lo que fuera por al menos otro vaso mas de aquel agua mineral que dejó atrás.

Por desgracia, no sólo le inquietaba la sed y el dolor de las piernas, también empezó a preocuparse mucho por la brisa fresca que parecía avisarle de que pronto vendría el frío con sus cuchillas invisibles.

Se encontraba en una situación que si no daba pronto con el lugar al que se dirigía, sólo podía ir a peor. Estaba angustiada, y se sorprendió gritándole a la inmensidad en un arrebato de furia y frustración enloquecedora. Ese tipo de comportamiento sólo ayudaba a empeorar la sequedad de su garganta, pero, aún así, algo dentro de ella hizo que se sintiera aliviada, como si hubiera recibido una fugaz inyección de vitalidad.


Pasó una hora, y dos y tres horas más, y fue consciente de que ya no le quedaban fuerzas para seguir. Ahora el dolor era agudo y penetrante en las extremidades inferiores. Se le habían hinchado las piernas de rodillas para abajo, y sus pies mostraban la grotesca imagen de verse hacinados en la estrechez de las zapatillas, con unos tobillos que parecían rebosar de la hinchazón. Sus labios también se mostraban inflados y muy colorados por la sed y el frío. No podía abrir ni la boca de lo seca y áspera que la tenía, y un hambre intensa le estiraba el esófago hacia abajo, provocándole dolorosos pinchazos en la panza. De pronto, se desmayó y su cuerpo helado y agotado cayó al suelo cuan largo era. Desfallecida aún tiritaba en la tierra, y se revolvía en espasmos que, poco a poco, fueron mitigándose hasta apagarse del todo.

Simplemente no pudo más, y la noche la engulló, acurrucándole con una fina manta perlada de escarcha bajo la que descansaría por siempre jamás.

Aquél fue el lugar que el destino eligió para ella, el lugar de su muerte; y es que siempre morimos a mitad de camino.