jueves, agosto 24, 2006

Isla (III)

Y mirar y mirar y mirar. Todas estáis arrebatadoramente guapas cuando el Sol rebota en los árboles y la aburrida arena de la playa.

La chica lee en la terraza del chiringuito. Las letras inundan sus pupilas mientras junto a ella, las hormigas hacen acopio para el cada vez menos frío invierno.

Ahora la mujer de las chanclas rojas fuma. La diadema que acaricia su cabecita también es roja y le da una pincelada de niña ingenua; una niña que YA fuma. Cigarros amargos antes de entrar al instituto. Cajetillas escondidas en bolsos, cajones, huchas, entre libros; pero yo no fumo se lo guardo a mi amiga.

Y desde mi balcón puedo oler su dulce perfume. El viento me ha traído algo de su ceniza, algo de ella. Recogerla y guardarla en una cajita de cristal. Donde antes guardaba el último beso que me distes. Y otra vez respirar enamorado por nada, por su ceniza gris. Dar mimos a una cajita de cristal, a una sabana arrugada, a un cuello sudado, a un dedo meñique. Creo que el amor es sólo dar y eso ya es mucho. No estoy de acuerdo en aquello de dar y recibir. Das un beso, te dan un puñetazo.

Me gustaría saber que no sabes que existo que siempre estaré aquí en este pequeño balcón; mirándote, intentando concienzudamente confundirte entre el paisaje para por fin poder dejar de mirarte embelesado. O transformarme en un colibrí invisible para volar hasta ti. Y, quieto con millones movimientos que sólo parecen unos pocos, quedarme cerca de tu cuello para mirar tu escote ocioso. E imaginar que me paseo por esa carretera estrecha y peligrosa y mientras navego entre tus pechos, notar que tú cálida respiración me empuja hacía el puerto Ombligo; puerto llenado de lágrimas. (Pues de ese quebrantado puerto empieza la vida.)

El Sol sigue subiendo a estas horas de la veraniega mañana. Está sentado frente a mí. Lo miro, quiero cegarme, quiero dejar de espiarte. El fogonazo blanco me patea en las corneas y me da un lametón en el cerebro.

Bajo mi mirada hasta la mesa que cobija libros y bebida, presiento que todo seguirá en el mismo sitio que cuando perdí la vista, pero todavía no veo nada y que cuando el fogonazo de luz se diluya por mi cuerpo, todo seguirá estando en su sitio; menos tú.

Ante mi vuelven a reaparecer un libro abierto, una lata, un vaso, un mechero, una mesa, unas manos, unas piernas. Intento no mirar allí donde ella estaba sentada, en el pequeño muro de piedras que recorre todo el paseo marítimo, con una blusa blanca vaporosa que se abrazaba cariñosamente a sus pechos y unos pantaloncitos de lino blancos que parecían asustados de las bronceadas y largas piernas y se reguardaban en unos pocos centímetros entre sus muslos.

Vuelvo a agarrar distraído el vaso, bebo, sigo intentando olvidarla, no quiero mirar otra vez hacía ese punto en el paseo. El horizonte será mi excusa para no volver a mirarla, me prometo.

Una promesa viene acompañada de una tortura, aquí está:

Si todos somos imperfectos, pues somos tullidos, desagradables, feos, adictos, cojos, desconfiados, cabrones, ciegos, miopes, prepotentes, bajitos, con poca autoconfianza, demasiado altos, bordes, antipáticos, simpáticos… y asumo dogmático como un kamikaze motorizado que el amor existe, ¿por qué coño seguimos buscando el amor perfecto? Si NADIE es perfecto, luego el amor perfecto no existe.

El horizonte sí que es perfecto. Ella es imperfecta. Con tales afirmaciones intento engañarme no tanto a mi, sino a mi súper-yo, ese gran hijo de puta que siempre anda escondido.

Aunque, lo sé, es intentar conseguir el mismo efecto que con frases simplistas como: ésta es la última, nunca más, el lunes empiezo o yo controlo.

Así que vuelvo a mirar. Ella sigue allí ahora me fijo en su estrella tatuada en el hombro, su informal moño recogido con una goma blanca y sus grandes gafas de sol que se aguantan casi como un milagro en una pequeñita y dulce nariz.

Está de pie, junto a otro hombre. Parecen conocerse porque hablan animadamente. Entonces me vuelvo a refugiar en el horizonte, en la brisa, en las imperfecciones y en la tortura. Un largo trago de algo que ya está demasiado caliente. Enciendo un pitillo para disfrazar al alcohol caliente de algo pasable y viene a mi cabeza aquella canción de los XTC Vanishing Girl.

Y como una terrible premonición ella le besa y desaparecen. Intento seguir a aquella roja diadema, aquel moñito, aquella blusa entre todo el torrente de gente. Pero la perdí, como se acaba perdiendo todo en la vida. Como aquel hombre mayor que ha desaparecido en el pueblo y un ridículo papel con su foto lo reclama. Debería poner papeles con todo lo que me ha desaparecido: bolígrafos, móviles, abuela, botones, llaves, papá y tortugas.

Es cuando me los imagino, en mi mente, a mi manera y veo a las rojas chanclas repicando contra el duro asfalto del paseo, como si a cada paso cayeran ángeles del cielo.

La puerta del apartamento se abre:

- La próxima vez vas tú a buscar las drogas…- Mientras se sube las grandes gafas de sol a la altura de la diadema roja.

- ¡Vale! ¿Qué traes? – Entrando al salón dejando la terraza atrás y dándonos un beso.

Cómo si yo no hubiera estado con ella.

Un colibrí invisible.

http://www.yousendit.com/transfer.php?action=download&ufid=1341A9D94B242D3A

Copien la dirección en su explorador y descarguen la canción, si quieren...

Bloqueo ocasional

No recibo órdenes del cerebro para reflejar todo lo que le ronda.


Noto cada movimiento de idea como un profundo pinchazo interno, como látigos de relámpago que no consigue apaciguarlos ni siquiera el alcohol; ése que tanto me acompaña.

Malos momentos en sequía literaria, que me llevan de estragos en estragos alternados con algún destello ocasional de inspiración, que consigue redirigir mi ímpetu. Eso si, hasta que llega el próximo (en los dos sentidos) estrago.


Ahora mismo me siento inmerso en uno de esos baches mentales, a los que llamaré bloqueos ocasionales. Aún no entiendo porque aparecen y quizá nunca llegue a comprenderlo, pero lo que si siento es la impotencia al no saber expresar muchas ideas que retengo claras en la mente, cuales fotografías en un álbum. Sin embargo, otras veces la inspiración consigue hacerme escribir relatos sin que se me ocurran las ideas, como por arte de magia.

Achacaría parte de las culpas de ocurran tales bloqueos al estrés.

Pero el estrés es un amigo invisible que te acompaña siempre y nunca sabes cuando te va a dar una palmadita en la espalda. Por tanto, ahora mismo tampoco se si estoy estresado y por consiguiente, bloqueado; o en caso inverso, que sienta algo de estrés dado por el bloqueo.

Al no tenerlo claro y en beneficio de la duda, exculparé al estrés, pero sin darle la espalda. Nunca sabes cuando llegara su próxima palmadita.

La perrería, la falta del momento adecuado, querer expresar sentimientos de los cuales aún no eres muy dueño, buscar la forma imposible de narrar lo que, de por sí, es coloquial, ironizar de forma precisa y sin preferentes… todo esto pueden ser las causas que provoquen un bloqueo ocasional. (Diré que al menos son las que a mí me lo provocan. Creo.)


Volviendo atrás en el texto y iniciando la lectura de nuevo otra vez, me doy cuenta que la mejor forma de acabar con un problema es divagar sobre él, buscando sus causas el como te afecta y por que lo hace de esa forma.

Dicho pues, la mejor forma de acabar con el bloqueo, observo que es la de indagar su sino, como ahora lo he hecho, desquitándome así de él.


(En proceso de desbloqueo.)