lunes, diciembre 12, 2005

Ascensor

Me jodía y me sigue jodiendo que la gente se calle e intente desaparecer cada vez que introducimos nuestros cuerpos dentro de cualquier ascensor compartiendo éste con personas desconocidas para nosotros.

Fue una navideña tarde de viernes.

Seguía arrastrando mi resaca y mi mochila por aquel largo pasillo, todo el mundo iba caminando aprisa.

Aquello era como una inmensa polla de ocho cojones. Los testículos eran cada uno de los vagones que componían el amargado tren de cercanías.

Nosotros como atontados espermatozoides seguíamos el recorrido natural, sin pensar, hacia las escaleras y ascensores por aquella larguísima uretra.

Escogí el ascensor ya que tenía un intenso dolor en la pierna y en el costado; el wiskie y el kamasutra me tenían jodido.

Allí estábamos todos los gametos masculinos dispuestos en una desastrosa cola esperando que se abriese el glande que nos llevaría hacía el misterioso exterior.

El primer grupo se introdujo en el ascensor izquierdo, un segundo grupo se dirigió al derecho. Las puertas se cerraron lentamente y desaparecieron.

Hasta hace poco creía que lo que realmente se movía no era la caja del ascensor, sino que el mundo que existía fuera del cubo cambiaba.

Nos metíamos dentro de estas cajas para dar tiempo a unos hombres y mujeres vestidos de negro que llegaban en grandes camiones y transformaban todo el entorno: mobiliario urbano, coches, motos, el kioskero, los peatones… Siempre me hubiese gustado saber dónde se guardaban los camiones de las putas y los alcohólicos.

Los pisos no era otra que cosa que el tiempo establecido por el gremio de Cambiadores de Cosas para poder transformar los ambientes de una forma eficaz e invisible.

Pero en la vida las cosas no son tan espectaculares ni trabajosas: naces y te mueres.

Tuve que esperar a otro par de ascensores para acceder hasta el glande.

Mientras, comparaba el culo de la madre con el de su hija y con la amiga de su hija.

Se trataba de una de aquellas madres encabronada en vestirse igual que su hija, en éste caso, igual que la amiga de su hija.

El mejor culo era propiedad de la amiga.

Probablemente la madre estuviese liada con la amiga de su hija, con ese culo no me extrañaría, en cambio su hija se folla al amigo de su padre. Sí, aquel madurito atractivo recién divorciado.

Me llegó mi turno hacía la libertad, hacía la muerte del esperma, el mundo exterior.

La marabunta me empujó hacía el fondo del ascensor.

Y allí otra vez, otra puta vez más, los amigos que estaban hablando de lo puta de una conocida se callaron, las abuelas que criticaban a sus yernos se callaron, las críticas al profesor universitario desaparecieron. La mayor parte de nuestras conversaciones las desperdiciamos criticando al resto.

Sólo sonaba una estridente música de algún reproductor escondido en el fondo del bolsillo de algún abrigo y un genuino gargajo rebotaba en la mellada boca de ese viejo verde que también creyó que la amiga tenía el mejor culo.

Así que lo hice.

Me desabroché la chaqueta, después me descorché el pantalón, me baje los calzoncillos y empecé a pajearme.

Estaba excitado y no tardó en ponerse dura, le di y le di como un mono en celo se follaría a su criadora.

Pensé en la última película porno descargada en mi ordenador, en las modelos de lencería, en una japonesa gimiendo debido a mi gorda polla, en los tiernos labios de mi profesora, en unas grandes tetas…

Nadie se inmutó, así pues, comencé a respirar de forma profunda, casi ahogándome eso me excitó todavía más y en tanto el abuelo se tragaba su largo y duro moco yo me corrí en los zapatos de la madre y la hija y dejé el último tiro para el tejano rajado de la amiga.

El viejo, sorprendido por las gotas que aparecieron de repente en el tejano, me miró y vio como me guardaba mi flácida polla.

Una pícara y joven sonrisa le asaltó en su rostro.

Las puertas del ascensor se abrieron, era la libertad. El esperma se difuminaría por todas las calles y se moriría al llegar a cada uno de nuestros hogares, como semen desperdiciado el las tuberías o en el papel de váter.


El anciano se acercó:
- ¿Vamos al lavabo?

Nunca hasta entonces me la había comido un viejo.